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PRESENCIA revista de enfermer�a de salud mental ISSN: 1885-0219

 

 

EDITORIAL

 

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Cambio de paradigma: de la utopía a la necesidad

Raúl Velasco Sánchez
Periodista, Escritor, Productor de Radio Nikosia. Director de El fil de la troca. Asociación Socio-cultural Radio Nikosia. Barcelona, España

Correspondencia: C/ Bartrina 5-7, 2º-2ª, 08191 Rubí (Barcelona), España

Presencia 2012 ene-jun; 8(15)

 

 

 

Cómo citar este documento

Velasco Sánchez, Raúl. Cambio de paradigma: de la utopía a la necesidad. Rev Presencia 2012 ene-jun, 8(15). Disponible en <https://www.index-f.com/presencia/n15/p0189.php> Consultado el

 

    Corría el año 1980 cuando se publicaba el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM III), editado por la American Psychiatric Association.1 Este conocido manual salía a la venta con el firme propósito de elevar a la categoría de ciencia una disciplina como la psiquiatría, que en aquellos tiempos no andaba por el mejor de sus momentos, pues experimentos como los realizados por David Rosenhan,2 en 1972, sobre la validez del diagnóstico psiquiátrico, ponían en evidencia la falta de objetividad y la invalidez de las herramientas existentes hasta la fecha para la práctica clínica. En síntesis, el estudio de Rosenhan constaba en dos partes: En la primera, usó a colaboradores sanos o "pseudopacientes", quienes simularon alucinaciones sonoras en un intento de obtener la admisión en 12 hospitales psiquiátricos de cinco estados de los Estados Unidos. La segunda parte consistió en pedir al personal del hospital psiquiátrico que detectara a pacientes "falsos". En el primer caso, el personal del centro sólo detectó a un pseudopaciente; mientras que, en el segundo supuesto, el personal detectó un gran número de pacientes reales como impostores. Este estudio está considerado como una importante e influyente crítica a la diagnosis psiquiátrica.

La clasificación estadística, la descripción de síntomas, por tanto, surgió como un deliberado intento por parte del los nietos de Kraeppelin por hacerse valorar como el resto de saberes médicos. Durante las tres décadas siguientes, el dominio de dicho "saber" fue absoluto. Se han destinado millones de euros a la infructuosa búsqueda de esos genes tan traviesos y esquivos que explicarían la tara, el fallo biológico aún desde antes de nacer. Se ha gastado lo equivalente al presupuesto en sanidad de un país como Guatemala con el afán de investigar al cerebro y a sus interconexiones. En la actualidad, después de tanto dinero invertido, sabemos que los genes mutan, cambian y evolucionan con el poder de una palabra, de una caricia;3 que este cambio tiene una reacción en nuestro cerebro y en todo nuestro organismo; que un acto de amor, simple, sencillo, gratuito, como es todo acto amoroso, es una de las herramientas más poderosas que tienen los profesionales de la salud mental para aliviar el sufrimiento psíquico.

Recuerdo cómo durante el ingreso en psiquiatría de una de las personas más importantes que hay en mi vida, me explicaba que los mejores momentos -además de las visitas- eran aquellos en los que una enfermera, Chus, amante de la literatura, reunía a los pacientes interesados en una de las habitaciones y les leía, al acabar su turno, cuentos de Jorge Bucay, de Alejandro Jodorowsky y de otros autores. La implicación de aquella mujer, que ha vivido con resignación una reforma psiquiátrica inconclusa y, según se aprecia, del todo estancada, era porque distinguía en las miradas de sus oyentes, en los abrazos que le daban en ocasiones al acabar, en las palabras que le dirigían, un placer, un agradecimiento, una compresión más saludable que cualquier protocolo que se realizara en aquella institución. Cuando menos, para esa persona tan importante en mi vida era así, y quizás sólo por ella, aunque seguro que no era la única, ya valía la pena hacer ese esfuerzo.

El papel de un profesional de la salud mental, debería ser el de aquel que tiende puentes donde sólo había océanos insondables, aquel que convierte a esa isla en una península, sin fracturar el débil estado de alguien que seguramente lo que más necesita en su vida es ese amor castrado, esa comprensión negada, hasta el punto de obstaculizar, en ocasiones, aquellas señas de identidad que le han servido durante años para sostener un sufrimiento no resuelto; y máxime en un ámbito donde las emociones están tan a flor de piel, de forma, a veces, tan descarnada, cuando parece que la palabra no sirve porque se han partido los significantes y el diálogo se atora y se estanca o se eleva hacia universos improbables por una de las partes, dificultando la comunicación hacia límites insólitos.

Después de más de 30 años, lejos de apreciar una psiquiatría que aspira a ser ciencia, lo que muchos hemos percibido es que, para este supuesto saber, lo importante, lo relevante, lo único a considerar era o sigue siendo el hecho de aceptar un diagnóstico, promover la toma del tratamiento, paliar los síntomas visibles como si fueran causados por obra y gracia de un cerebro mal-funcionante, más que por causas biológicas desconocidas, pero aceptadas por casi toda la comunidad científica, lo cual ha convertido la vida de muchos pacientes y la de las personas de su entorno en un verdadero infierno. El acompañamiento, la contención emocional, esos actos de amor que humanizan el trato y acercan al profesional de la salud mental a aquella persona que le necesita no estaban en la agenda. Así las cosas, cuando algún atrevido habla de la necesidad de un cambio de paradigma en salud mental es tachado de loco o de anti-psiquiatra. Mientras tanto, las contenciones mecánicas, los tratamientos forzosos, los ingresos involuntarios pretenden sustituir la falta de implicación, la ignorancia y en ocasiones también la desidia, que, por desgracia, siguen vigentes en toda institución con la más arcaica actualidad. Y es que, desde que en 2006, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad nos situara en el mismo plano legal que el resto de la ciudadanía, dichas medidas coercitivas ponen en evidencia que aún persisten en el imaginario colectivo -también en el sanitario- ideas que asocian locura e incapacidad para decidir o comprender qué es lo mejor para uno mismo. Porque el problema no está en el paciente, está en su cerebro; y nadie (ni afectado, ni nada relacionado con su biografía, ni entorno, ni sociedad) es responsable de que esos neurotransmisores se hayan alterado; así es que hay que tratarle quiera o no quiera; por su bien. Sinceramente, esta idea tan extendida y de un biologicismo extremo me parece tan simplista y reduccionista, de un paternalismo tan abyecto, que pienso que sólo puede ser fruto de un delirio.

Recientes estudios demuestran cómo, en un 85% de los casos, un antidepresivo es igual de efectivo que un placebo;4 claro que el placebo no provoca disforia tardía; y que los más modernos y caros neurolépticos son igual de efectivos que un antipsicótico de primera generación;5 pero que donde realmente se cura a los pacientes es con modelos comunitarios o de espíritu similar a las casas de Soteria,6 voz que proviene del griego y significa "rescate"; que la gran industria farmacéutica manipula y falsea resultados e investigaciones; que en el tercer mundo, donde carecen de los recursos del todopoderoso occidente, dos tercios de las personas afectadas por una psicosis logran superar este trastorno mental frente al tercio que lo supera en nuestra civilización,7 donde los problemas que afectan a la salud mental de los ciudadanos amenazan con convertirse en la pandemia del siglo XXI.8 Ante este panorama, quizás, todos debamos hacer una reflexión conjunta sobre la necesidad de un cambio de paradigma. Y cuando digo todos, me estoy refiriendo a todos los agentes que estamos en esta entelequia llamada salud mental, que poca gente sabe definir, pero que a todos los afectados nos remite a un sistema que parece ser más productor de enfermedad que generador de salud.

Por mi parte, como escritor y periodista, y como experto en esto de la locura, en tanto que "portador" de un diagnóstico clínico con el que nunca me llegué a identificar del todo, pienso que ya va siendo hora de decir: ¡basta ya! Suprímanse las prácticas inhumanas como la contención mecánica, que van en contra de la legislación internacional que nuestro país ha refrendado. Ni la más mínima concesión a la falta de escucha, de interés y de implicación, porque sin estas premisas es imposible ayudar a nadie; sólo desde un trato amable, horizontal y honesto es posible acercarse a la persona que sufre. Basta ya de preceptos que desnaturalizan los padeceres cotidianos, que patologizan las conductas humanas, que cronifican una etiqueta diagnóstica contra la propia voluntad del doliente. La más absoluta repulsa a los tratamientos involuntarios y al resto de medidas coercitivas, que se realizan "por el bien" de un paciente y que tiene todo el derecho del mundo a no querer "ser curado" de aquello que sólo los demás consideran "una enfermedad". Es del todo inadmisible dirigir una mirada exclusivamente biologicista sobre los problemas que atañen a las personas y sus comunidades. Digamos que no, en definitiva, a todo aquello que, supuestamente, nos acerca cada día más al Mundo Feliz de Aldous Huxley,9 cuando la felicidad -como decía Mario Benedetti- al menos en mayúsculas no existe, y si existiera en minúsculas sería parecida a nuestra breve pre-soledad.10

Podemos decir que no, que basta ya. Pienso que es nuestro deber como personas, como seres humanos comprometidos con el alivio del sufrimiento de nuestros semejantes. No se trata de cambiar el mundo, sino de actuar como aquella enfermera, Chus, de la que hablaba anteriormente. Alguien que no teme salirse del estrecho sendero del protocolo establecido para regalar un poco de sabia compañía, aderezada con tientos de cariño, a aquellos que más lo necesitan. Al final, el cambio de paradigma, si llega a suceder, será por el conjunto de pequeñas acciones como esta. Porque son las pequeñas acciones, las pequeñas cosas, las que mueven y dan sentido al mundo.

Bibliografía

1. Lane, Christopher. La timidez. Cómo la psiquiatría y la industria farmacéutica han convertido emociones cotidianas en enfermedad. Granada: Zimerman ediciones; 2011.
2. Rosenhan, David L. On being sane in insane places. Science. 1973; 179(4070):250-258.
3. Korosi, Aniko; Shanabrough, Marya; McClelland, Shawn; Liu, Zhong-Wu; Borok, Erzsebet; Gao, Xiao-Bing; Horvath, Tamas L.; Baram, Tallie Z. Early-life experience reduces excitation to stress-responsive hypothalamic neurons and reprograms the expression of corticotropin-releasing hormone. The Journal of Neuroscience. 2010, 30(2):703-713.
4. Whitaker, Robert. Anatomy of an Epidemic: Magic bullets, psychiatric drugs, and the astonishing rise of mental illness. New York: Broadway Paperbacks; 2010.
5. Kendall, Tim. The rise and fall of the atypical antipsychotics. The British Journal of Psychiatry. 2011; (199):266-268.
6. Mosher, Loren R. Soteria and other alternatives to acute psychiatric hospitalization. A personal and professional review. The Journal of Nervous and Mental Disease. 1999; (187):142-149.
7. Geekie, Jim; Read, John. El sentido de la locura. La exploración del significado de la esquizofrenia. Barcelona: Herder; 2012.
8. Organización Mundial de la Salud (OMS). Informe sobre la salud en el mundo 2007. Protección de la salud pública mundial en el siglo XXI: un porvenir más seguro. Ginebra: Organización Mundial de la Salud; 2007.
9. Huxley, Aldous. Un mundo feliz. Barcelona: Debolsillo; 2009.
10. Benedetti, Mario. El mundo que respiro. Madrid: Visor; 2001.

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