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TEMPERAMENTVM ISSN 169-6011 2017 vol. 13 e2502

 

 

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Voces de Chernóbil. Crónica del futuro
Svetlana Alexiévich
Debolsillo. Barcelona, 2015. 406 Págs.

Autor del comentario:
Francisco Herrera Rodríguez

Temperamentvm 2017; vol. 13

 

 

 

Cómo citar este documento

Herrera Rodríguez, Francisco. Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, de Svetlana Alexiévich [comentario de texto]. Temperamentvm 2017, vol. 13. Disponible en <https://www.index-f.com/temperamentum/v13/e2502.php> Consultado el

 

 

 

La solitaria voz de Liudmila Ignatenko

    La escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015. En 2016 lo ganó Bob Dylan. Aquí en España algún escritor de prosa berroqueña encendió los altavoces para pregonar que nunca había leído nada de provecho escrito por los galardonados con este premio. Es cierto que en la nómina que configura este preciado galardón sueco hay figuras que no lo han merecido y que un número muy notable de escritores, mujeres y hombres, han quedado fuera de la lista, mereciéndolo mucho más que algunos de los que lo disfrutan en el Olimpo de los muertos o entre las vanidades de los vivos. De acuerdo en parte, pues, pero otros que lo recibieron sí lo merecieron. Y desde luego no podemos compartir que la periodista y escritora Svetlana Alexiévich no lo merezca, y eso quizás más que en otros países lo debemos entender en España, país en que tantos escritores lo han hecho con prosa inigualable en los periódicos y muchos de sus textos luego han sido recopilados en libros, no es cuestión de cansar al lector de este comentario con un largo etcétera, pero sí conviene indicar que esto mismo también ha ocurrido en otros países.

Esto viene a colación de la escritora bielorrusa, que en sus libros ha entregado a los lectores de cualquier rincón del planeta su experiencia como ser humano, como profesional del periodismo, como escritora, dándole voz a las personas que en su entorno sufren las descomposiciones del sistema político en el que han crecido o las violencias indebidas de las guerras y de las catástrofes, que destrozan las vidas de seres anónimos que son tragados irremisiblemente por el olvido, sin que nadie cuente que han existido y que han sufrido. Lo que hace Svetlana Alexiévich es periodismo, y si leemos con atención sus escritos concluimos que son un faro que puede iluminar a aquellos que se adentran en el difícil campo de la investigación "cualitativa" a través de las entrevistas a personas que han vivido, o padecido, un determinado acontecimiento luctuoso que ha marcado sus vidas. Aquí en España se están haciendo trabajos interesantes con las personas que en los años sesenta padecieron la poliomielitis y en la actualidad sufren el síndrome postpolio.

Lo que hace la escritora bielorrusa es periodismo y es investigación; pero también es literatura porque no sólo busca la verdad de las mentiras, sino que en sus textos encontramos las mentiras de las verdades oficiales y también la verdad de las verdades, y las verdades a medias. Sus libros no dejan indiferentes a los lectores que tienen el valor de enfrentarse a las historias y vivencias de personas que han sido o son nuestros coetáneos. Svetlana Alexiévich ha tenido y tiene la virtud de preguntar y escuchar a personas que sin su paciencia y sensibilidad habrían quedado irremisiblemente, como hemos apuntado, en el olvido. Repasemos, por ejemplo, obras suyas como La guerra no tiene rostro de mujer (1985); Muchachos de latón (Los chicos del zinc) (1989); Últimos testigos (2004); El fin del Homo Sovieticus (2013), etc. Ella está firmemente convencida de que "los verdugos son difíciles de encontrar. Las víctimas son nuestra sociedad, y son muy numerosas". Está convencida de eso y de que hay que darles voz. Y lo ha hecho, y de qué manera lo ha hecho. Pilar Bonet, en un magnífico reportaje sobre Alexiévich publicado en "El País Semanal", en noviembre de 2015, afirmó que pocos escritores han retratado como ella el alma de la Unión Soviética desde la II Guerra Mundial hasta la derrota de Afganistán y Chernóbil. Svetlana reconoce como maestro a Alés Adamóvich y a Pilar Bonet le confesó que su "obra es una concepción del mundo, un trabajo infernal, no solo para reunir las voces, sino para encontrarles una forma, para convertir este caos humano de voces y sonidos en una sinfonía. Escucho el texto como música".

Es verdad, los textos que he leído de esta periodista y escritora suenan como voces y sonidos sinfónicos, pero comparto más la idea de los que dicen que suenan como una tragedia griega, sobre todo Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Cuando he leído este libro me he preguntado sobre nuestros afanes y preocupaciones en España cuando corría el día 26 de abril de 1986, fecha aciaga en que una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, "situada cerca de la frontera bielorrusa". Belarús era un país agrícola y tenía una población de diez millones de habitantes, no albergaba ni una sola central atómica en su territorio, pero esta catástrofe "representó un cataclismo nacional". Los datos que recopila Svetlana Alexiévich, tomados de informes que abarcan de 2002 a 2005, son sobrecogedores. Antes de la catástrofe Belarús contabilizaba 82 casos, por cada 100.000 habitantes, de enfermedades oncológicas, y esta cifra se multiplicó por 74: "por cada 100.000 habitantes, hay 6.000 enfermos". Otro dato: "Al visitar las aldeas uno se sorprende de ver cómo ha crecido el espacio ocupado por los cementerios".

¿Cuántas víctimas generó esta catástrofe? ¿Cuántas vidas y cuántas familias fueron destruidas? Los números están ahí para quien quiera consultarlos, lapidarios y sobrecogedores, ¿pero y las personas que lo recuerdan dónde están, quién les ha preguntado sobre sus historias, sobre lo que sintieron y padecieron, y sobre las personas que vieron padecer y morir? Eso, sin duda, lo ha hecho Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil. Una de sus protagonistas, Katia, dice: "Nos moriremos y se olvidarán de nosotros". Y Andréi confirma: "Nos moriremos y nos convertiremos en ciencia".

Cuántos "monólogos" se recopilan en este libro, todos entran en su debido momento y nos conmueven, pero todos resuenan a la vez como un coro griego que enumera las miserias del hombre pero también cuánto amor puede caber en el corazón de una mujer que recuerda en carne viva su desdicha y que su amor será eterno, por encima de los dolores vividos y que le quedan por padecer durante todo lo que le queda de vida, por encima de todo lo que le han quitado sin saber cómo y quién. Esa es "una solitaria voz humana", la voz de Liudmila Ignatenko, esposa de un bombero que salió de casa para ir al trabajo en ese aciago día de 1986: Vasili Ignatenko.

La voz de Liudmila suena como la de Antígona, no sé si en algún lugar del mundo alguien habrá puesto sobre las tablas de un teatro la historia de esta mujer, la esposa de Vasili, que lo buscó por los hospitales, que esconde su embarazo para que no le impidan verlo y cuidar sus quemaduras, a pesar de que le dicen que su vida está en peligro y que "el curso clínico de una dolencia aguda de tipo radiactivo dura catorce días". Ella con la sabiduría de quien sabe que va a perderlo todo, y de quien sabe que la Ciencia no le va a dar nada, le pone el termómetro, lo incorpora, lo abraza, lo lava, le quita y le pone la cuña; a Liudmila le da igual los poderosos Creontes de su patria; le importa Vasili, la verdad que lleva en su corazón a pesar de que le dicen que "no debe olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación". Sábanas de sangre y "científicos" fotografiando los despojos del moribundo para la Ciencia del porvenir, como si para Liudmila quedara porvenir fuera de la cámara hiperbárica en que yace su joven marido:

Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días... Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne... Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro (...).

Vasili ha recibido en su cuerpo mil seiscientos roentgen, "cuando la dosis mortal es de cuatrocientos". No cabe mayor soledad, aquí no hay melodrama sino realidad vivida y sufrida:

Ningún médico sabía que yo dormía con él en la cámara hiperbárica. No se les pasaba por la cabeza. Las enfermeras me dejaban pasar. Al principio también me querían convencer (...). Ninguna de las enfermeras se decidía a acercarse a él, ni a tocarlo; si hacía falta algo, me llamaban. Y ellos. Ellos, en cambio, lo fotografiaban. Decían que era por la ciencia. ¡Los hubiera echado a patadas a todos de allí! ¡Les hubiera gritado y les hubiera pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo mío. Lo que más quería... ¡Si hubiera podido impedirles entrar! ¡Si hubiera podido!...

Vasili murió y borraron el yeso de las paredes, arrancaron el pavimento y la madera. Vasili murió y "no le pusieron calzado". Lo colocaron en un ataúd de zinc, sin zapatos; y Liudmila, como Antígona, recorrió la eternidad para llevárselos y que su alma descansara eternamente en el más allá, pero también en su corazón, aunque sus restos estén en el cementerio de Mitinski. Y Natasha, la pequeña Natasha, como quería que se llamara su padre, con su hígado y su corazón destrozado por la radiactividad. Otra vez la muerte, Liudmila como Antígona clama: "¡La queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré! La enterraré yo misma. Junto a su padre...".

Liudmila Ignatenko, en la "calle de Chernóbil", le habló a Svetlana Aleixévich del amor, "de cómo he amado". Y de cómo sigue amando, aunque los Creontes de turno sigan jugando en un damero maldito con los seres humanos. Mujeres como Liudmila o Antígona nos hacen seguir teniendo fe en los hombres; gracias a ellas, a muchas enfermeras, médicos y auxiliares, a los bomberos de Chernóbil, a los niños arrancados de los pupitres del colegio para ser convertidos en soldados y hacer el trabajo de "liquidación" de la catástrofe radioactiva que nadie quería realizar. Aunque aboguemos por la esperanza, no quita que nos preguntemos y que respondamos:

-¿Quo vadis, Belarús? ¿Quo vadis, mundo?
-Roman vado iterum crucifigi.

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