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EDITORIAL

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La inmigración como proceso global de integración

Francisco Checa
Prof. Titular de Antropología Social. Laboratorio de Antropología Social y Cultural. Universidad de Almería, España

Index de Enfermería [Index Enferm] 2003; 42:7-8

 

 

 

 

 

 

 

Cómo citar este documento

 

 

 

 

Checa F. La inmigración como proceso global de integración. Index de Enfermería [Index Enferm] (edición digital) 2003; 42. Disponible en <https://www.index-f.com/index-enfermeria/42revista/42_articulo_7-8.php> Consultado el

 

 

 

La migración en España es un fenómeno que viene de lejos, de muy lejos. Grandes oleadas de personas salieron, siglos atrás, hacia la América latina, durante el siglo XX también lo hicieron hacia la Europa desarrollada, cuando nuestro Estado seguía zambullido en unas cotas de pobreza propias de un país tercer mundista y cuando una postguerra lo agravó aún más. Hasta bien entrados los años setenta, hace tres décadas, hubo un importante flujo de personas que se movieron de su lugar de nacimiento para buscar, dentro del mismo país, zonas donde prosperar ellos y sus familias. Son lo que se conocen como emigrantes económicos. Hoy, dicen las cifras, aún quedan casi dos millones de españoles esparcidos por el mundo.

Pero la inversión de los flujos hace unos años que se han invertido y ahora -dentro de la élite de la Europa desarrollada en la que ya estamos- son africanos, latinoamericanos y europeos del Este quienes llegan a nuestras costas y aeropuertos. Extranjeros -la gran mayoría también económicos del segundo y tercer mundos- que asimismo vienen buscando zonas donde prosperar ellos y sus familias. Ya conforman, incluidos los europeos de la UE, una colonia cercana a los dos millones de personas, contando el medio millón de ilegalizados.

De la primera dirección migratoria, la de expulsión, España alcanzó gran experiencia (reflejada en el buen hacer del Instituto Español de Migración). Como receptores de mano de obra foránea -esa que termina ocupando los nichos laborales que los nacionales no desean, insertos en la flexibilidad de la economía sumergida- en esta última década venimos dando hartas muestras de nuestra incompetencia, tanto en el trato discriminatorio, cuanto en el racismo y la xenofobia con que a veces los miramos.

No cabe duda que en fenómenos tan recientes y que se desarrollan tan rápidos, el impacto en la percepción colectiva es mucho más intenso que cuando se producen lentamente; por ello no creo correcto preguntar ¿es mucho" el 2'3% de extranjeros? O lo que es igual, aun con una cifra aparentemente "tan escasa", son perfectamente compatibles la percepción de "invasión" de los autóctonos y la exclusión social en la que viven los colectivos. Quizá esto sea así porque la inmigración económica que está llegando a España desde los años noventa presenta unas propiedades muy bien definidas, lo que, por lo demás, ha configurado una imagen fija del fenómeno, inalteradamente trasmitida por los medios de comunicación (aunque no siempre refleja la realidad). Es la imagen de un "problema público" de gran magnitud, sólo comparable al terrorismo de ETA y el paro, según se desprende de las diferentes encuestas llevadas a cabo en los últimos años por el CIS.

Este conjunto de propiedades queda resumido en, primero, lo reciente del fenómeno y la rapidez de instalación de los inmigrados: en tan sólo algo más de una década. Segundo, el descontrol de los flujos: no hay una regularización en las entradas. Tercero, la procedencia de estos extranjeros: son extracomunitarios, africanos (precisamente los más despreciados por la sociedad española). Cuarto, relacionado con su concentración en destino, en el doble sentido: geográfico o espacial -el 65% de los extranjeros se concentra en Barcelona, Madrid, Almería, Málaga, Alicante y la Comunidad Canaria- y laboral -los varones trabajan en la agricultura y construcción y las mujeres en el servicio doméstico-. Quinto, el perfil sociodemográfico de los recién llegados: en su mayoría son varones, jóvenes y solteros. Por último, la exclusión social por la que atraviesan, más acentuada aún en los primeros años de instalación, con mayor incidencia en las zonas agrícolas de Andalucía, el Maresme catalán, La Rioja o Murcia, en las que la explotación laboral es mucho más acuciante, gracias al temporerismo, la flexibilidad laboral y la segregación espacial.

Desde estas particularidades, la población autóctona ha conformado en esta última década una imagen o prejuicio étnico muy acentuado. Decisivamente han contribuido a ello la modernización de la sociedad española, su sentimiento europeísta y el cambio de valores que ello supone; diversos acontecimientos -dramáticos casi siempre- en los que hay envueltos inmigrados, como la constante llegada de indocumentados a las costas del Mediterráneo, en situaciones límites -de muerte, deshidratación, insolación- o los ataques xenófobos a la población inmigrada; el papel que vienen jugando los medios de comunicación, que a diario sacan sólo noticias negativizadas de los colectivos, o los bochornosos espectáculos políticos en la redacción y promulgación de las "leyes de extranjería" y su percepción del fenómeno explicado en sus discursos y campañas electorales; por último, las actuaciones del sistema público, como el educativo y sanitario, que aún no han logrado universalizarse.

Ante un panorama así, el principal elemento que conforma el fenómeno migratorio sigue siendo la integración social de los inmigrados en destino. Justo porque ésta no puede producirse de manera abstracta, teórica, si no práctica, para lo que han de tenerse en cuenta otros muchos elementos que la determinan, posibilitan y complementan: aspectos jurídicos, laborales, sociales, culturales, simbólicos, de vivienda, educación, salud, religiosos... No es posible hablar de integración social, como posibilidad siquiera, si no se tienen garantizados otros derechos de los inmigrados, como personas, como seres humanos, como grupos; sabiendo, además, que inserción social e integración no significan lo mismo. La integración social sólo estará garantizada cuando su inclusión se produzca como un buen proceso integral: un proceso en igualdad de derechos y deberes con los nacionales, con el objeto de que puedan participar social y activamente en la vida económica, social y cultural, sin que esto suponga una renuncia ineludible a sus culturas de origen.

Proceso, en lo que respecta al inmigrado, porque deviene al paso de los años, superando obstáculos en la experiencia acumulada, por la consecución de un trabajo socialmente aceptado -o no desdeñado-, por residir en una zona normalizada -no guetizada o despreciada-, por conseguir mantener durante años una situación legal y jurídica estables; por recuperar sus usos y costumbres de origen -su cultura material y simbólica- en la medida de lo posible, por alcanzar la reagrupación familiar o formar un matrimonio mixto, por decidir quedarse a vivir en el país de instalación, por tantas y tantas sutilezas, personales, grupales, vecinales, socioculturales, económicas, políticas... Proceso porque es lento, tal vez muy lento, y quizá ni se consiga alcanzar satisfactoriamente en la primera generación.

Proceso, en lo que se refiere a la sociedad de instalación, porque los autóctonos precisan también de un período de adaptación y climatización a sus costumbres, a sus otras formas de entender la vida y las relaciones humanas; porque la convivencia siempre es, en definitiva, una negociación de unos y otros, pues no hay mejor manera de convivir que compartir.

Integral porque afecta a todos los aspectos de la vida y situaciones. Integral porque los procesos migratorios son fenómenos transnacionales que durante muchos años mantienen una vigencia y vitalidad muy activa y eficaz, no tanto por las visitas de los inmigrados a sus lugares de procedencia, sino por los recursos económicos que generan para las familias de origen y la carga afectiva que los une a origen (cultural, folclórica, musical o gastronómicamente hablando).

La integración es, pues, un proceso global que no sólo obedece a una decisión particular de inmigrado, a un camino que éste ha de recorrer en solitario; más bien todo lo contrario: la sociedad de instalación debe garantizar sus derechos como ciudadano en igualdad; pero al mismo tiempo debe orientar sus valores y normas de convivencia hacia el entendimiento mutuo. Nunca será posible una integración social si ésta no se comprende como una relación y negociación diaria entre dos partes: la sociedad de instalación y los colectivos de inmigrados. El resultado siempre será complejo, incluso inesperado, ya que se trata de construir una sociedad diferente donde quepamos todos, pero, sin duda, se abre un espacio mucho más rico y lleno de matices.

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