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El participante invisible

Manuel Amezcua
Jefe de B. de Hospitalización. Hospital Universitario San Cecilio, Granada, España

Index de Enfermería [Index Enferm] 2003; 40-41:66-67

 

 

 

 

 

 

 

Cómo citar este documento

 

 

Amezcua M. El participante invisible. Index de Enfermería [Index Enferm] (edición digital) 2003; 40-41. Disponible en <https://www.index-f.com/index-enfermeria/40-41revista/40-41_articulo_66-67.php> Consultado el

 

 

 

Resumen

Los familiares y acompañantes de pacientes hospitalizados se comportan como un grupo invisible dentro de una institución tan cerrada como el hospital, que raramente considera formalmente su presencia ni su utilidad, cuando no se dirige a ellos con indiferencia no exenta de comportamientos más agresivos. Estas son las notas de campo tomadas por un enfermero-familiar sometido al calvario de la espera a la puerta de los quirófanos.

 

Abstract (The invisible participant)

A relative of a patient, who is a nurse at the same time, took the some notes when waiting at the door of the operating theatre. He saw the relatives and accompanying persons of hospitalized people behaving as an invisible group in the hospital. This close institution, the hospital, rarely considers formally the presence or utility of the relatives, and some times they are addressed with indifference or even with aggressive behaviors.

 

 

 

 

 

 

 

Los quirófanos de la segunda planta del Hospital General no tienen sala de espera para los familiares de los pacientes que van a ser intervenidos. Esta es una circunstancia que se repite en otros muchos hospitales. Los familiares por lo general se arremolinan en el espacio que encuentran más cercano a la puerta que prohíbe el acceso a la zona quirúrgica. Y esperan, esperan, las horas que haga falta, en un silencio forzado, interrogando sólo con la mirada nerviosa. Como estaba en hospital ajeno, decidí aquella mañana que no iba a utilizar mi influencia como profesional de la empresa (tampoco lo hago habitualmente) con el objeto de poder vivir en primera persona la experiencia colectiva de la espera mientras intervenían a mi padre de una hernia inguinal.

El espacio compartido era en realidad una prolongación del lugar de paso situado en el distribuidor de la segunda planta, un espacio triangular de unos 25 m2 delimitado en un lado por la pared donde se sitúa puerta de acceso a la zona quirúrgica, junto la cual hay una cabina adosada de teléfono público. En ángulo recto se encuentran los cuatro ascensores de servicio público y en frente una pared circular semitransparente que cierra en su parte posterior la escalera central. Hay hasta trece asientos modulares adosados a los lados: la mayoría en el lado circular, con lo que los sedentes pierden la oportunidad de mirarse unos a otros. Los vértices son puntos de acceso por donde casi continuamente transcurre el personal, unos a la zona de hospitalización, otros a los ascensores, a los quirófanos, a la escalera principal o a los almacenes.

La única decoración se reduce a los numerosos carteles que hay pegados en las paredes, los pilares, las puertas de cristal, junto a los ascensores, etc. que se comportan como graffitis con mensajes dirigidos a la gente que transita, que nunca los miran, salvo los que están parados durante las horas de quirófano, que terminan por aprenderlos de memoria de tanto mirarlos: "Sanidad: ¿la de ellos o la tuya?", "Diles de qué lado estás", "Avanza con nosotros", "Para mejorar el mundo, para mejorar la sanidad", "Ven y protégete", "Si haces más de lo que puedes, terminarás por no poder hacer nada". Los mensajes de adhesión sindical se complementan con los anuncios adosados al tablero del teléfono, que ofertan cursos de oposiciones, alquiler de viviendas y servicios de cuidadores.

Un grupo variable de personas nos apelotonamos junto a la puerta rotulada con un luminoso como "ZONA QUIRÚRGICA". El hecho de estar encendida supone que hay trasiego en el interior. Todos somos familiares o amigos de los pacientes que están siendo operados. Los menos están sentados en los asientos, como solitarios que comparten la misma desdicha. Casi todos son mujeres o ancianos. Las mujeres hablan de vez en cuando entre si, cuando caen juntas, los ancianos no. De pie, en pequeños corros silenciosos, o bien paseándose con una rara sincronía, o apoyados en la enorme columna del centro o en las esquinas de las paredes, se sitúan los que no tienen posibilidad de sentarse. El silencio es tan constante como la expectación ante los movimientos de la puerta de los quirófanos, blanca y ancha, suficiente para que pasen las camas rodantes. Es de una sola hoja y se cierra automáticamente cuando alguien la atraviesa, pero cuando se mueve, las cabezas de los que esperan se apelotonan para mirar una ráfaga del interior, queriendo apropiarse, como de un rayo de luz en la oscuridad, de algún movimiento que les aliente sobre lo que ocurre a sus familiares.

Durante las primeras horas de la mañana no cesan de entrar enfermos en los quirófanos, pero son pocos los que salen, por lo que el número de los que esperan se incrementa por momentos. Un camillero los recoge de la habitación y a través de un ascensor especial los baja a quirófanos. Los familiares van detrás y cuando va a atravesar la puerta blanca se apresuran a besarle la cara o a tocarle las manos mientras le dicen unas palabras de aliento. Luego se quedan a solas con las horas que pasan interminables.

La puerta de quirófanos marca la división de dos mundos antagónicos: el hermético del interior, donde todo lo que ocurre son suposiciones, y la seca realidad de los que esperan fuera. El interior es luminoso, como ese túnel infinito que separa la existencia, al decir de los que un día volvieron de él. Los personajes uniformados de blanco y de verde, que a veces asoman adornados con gorros y patucos de plástico, evocan un ambiente futurista que provoca a la vez confianza y distanciamiento. La confianza en que todo saldrá bien y volveremos a ver sanos y salvos a nuestros familiares intervenidos. El distanciamiento que produce la timidez para preguntarles qué están haciendo con ellos y cómo se encuentran y cuánto les falta para que terminen y salgan de nuevo.

A los que entran y salen no parece preocuparles en absoluto los gestos desesperados de algunos que se avalanzan hacia la puerta, ni las miradas ansiosas de la mayoría, ni los sollozos ni los rostros humedecidos por las lágrimas, yo creo que porque no los ven, porque no los miran o porque los han visto tantas veces que les resultan invisibles. Tan sólo los camilleros se dignan responder a las preguntas de la gente, aunque con mensajes tan escuetos y torpes que más que alentar aumentan la impaciencia: "no señora, su marido todavía lo están operando", "todavía va para rato". Pero su presencia familiar siempre es la más esperada pues se sabe que con ellos han de venir los pacientes.

Hacia media mañana comienzan los partes médicos. El cirujano se asoma al quicio de la puerta y, sin atravesarlo, dice en voz alta el nombre del paciente operado y espera que se le acerquen sus familiares. Con frases aprendidas les dice que todo ha salido bien aunque la operación no ha estado exenta de complejidades: "bueno ya está operado, tenía una buena hernia, pero todo ha salido bien, no obstante hasta dentro de 24 horas no podemos asegurar nada". Eso no significa que el paciente vaya a salir de inmediato, seguramente mientras el cirujano informa otro menos perito andará suturando la herida, y luego hay que esperar la recuperación de la anestesia. Mientras tanto los empleados no paran de entrar y salir, uno de ellos apareció con una inquietante bandeja con recipientes que contenían trozos de tejidos inmersos en formol. Todos nos miramos interrogándonos a qué familia podían pertenecer.

Cuando por fin sale la cama con un paciente recién operado todos nos apresuramos a la puerta para conocer de quién se trata. Por fin sus familiares le preguntan con ansia que cómo se encuentra y el paciente, con la cara enrojecida e hinchada por el esfuerzo, responde con una mueca de dolor. En ese día todos los pacientes intervenidos fueron anestesiados por vía epidural, por lo que todos salían despiertos. La actividad del quirófano decrece hacia las una y media de la tarde y comienzan a salir personas vestidas de calle, pero los últimos pacientes no saldrán hasta las tres aproximadamente.

A todo esto, por el escenario transcurren continuamente personas que van de paso de un sitio para otro sin dar la menor muestra de curiosidad por el apelotonamiento de gente que allí existe, sorteándolos como se esquivan las mesas de una oficina para cambiar de dependencia. Familiares, profesionales de blanco, señores encorbatados con cara de vendedores, empleados transportando material clínico, camilleros con sus camas rodantes, con su enfermo dentro. Entran y salen del quirófano, de las salas de hospitalización, del almacén, pero todos confluyen en los ascensores, ante los que se paran con una poco disimulada ansiedad que pagan los sufridos botones relampagueantes, o se cruzan escaleras abajo como hormigas en busca de su hormiguero. Nadie se detiene, nadie se saluda, son como engendros mecánicos que carecen de la capacidad de mirarse, programados sólo para deambular con la celeridad y certeza de las hormigas.
Tan sólo la limpiadora, con el meticuloso barrer de una a otra esquina, toma conciencia de los que están allí esperando, cuando les induce a moverse de su sitio o les pide que levanten los pies para, con la bayeta, amontonar las numerosas colillas que tiran al suelo. Hay una solitaria papelera-cenicero arrinconada que nadie utiliza, los actores invisibles, como no son vistos, no parece preocuparles arrojar las inmundicias al suelo, a la limpiadora tampoco.

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